Leyenda de Dolores Rondón

Vicente Rams era un comerciante catalán establecido en Puerto Príncipe, a quien los negocios habían favorecido y por tanto formaba parte de los elevados círculos de la administración colonial en el territorio.

Pero Vicente tenía un secreto: más allá de esta familia que mostraba a todos, había otra que ocultaba celosamente a parientes y amigos. En la popular calle de Hospital, entre Cristo y San Luis Beltrán, tenía una amante, una mulata que le había dado una hija excepcionalmente hermosa. Como era usual en esos casos, se encargó el catalán de mantener estrictamente separadas ambas familias y aunque entregó a su querida los recursos necesarios para la crianza de su hija natural, se negó a darle su apellido, por lo que la niña obtuvo el apellido de su progenitora: Dolores Rondón nunca podría aspirar, gracias a la doble moral de esos tiempos, a convertirse en Dolores Rams.

En ese barrio humilde creció Dolores, a quien su madre cubrió de mimos con la ayuda de los recursos paternos y trasmitió también el ansia de “subir” en la escala social. La muchacha creció hermosa, refinada, orgullosa, ejerciendo la fascinación sobre los elementos masculinos del barrio, para los que resultaba inalcanzable.

Aparece entonces en escena Agustín de Moya, hombre humilde, de profesión barbero, aunque no era uno más de los de su oficio. Su vocación literaria era proverbial, aficionado tanto a improvisar décimas populares como a escribir con el lenguaje culto que era del gusto en la época. De hecho, su barbería La Filomena, situada en la calle Jesús María —hoy Padre Valencia— era refugio habitual de poetas y trovadores. Fue este singular personaje quien creyó que conquistaría el corazón de la preciosa mestiza.

Tal vez a Dolores no le desagradó el coqueteo con un poeta que, fascinado por ella, la obsequiaba con los más encendidos epítetos de su lira y que, como era usual por entonces, debe haberla abrumado con serenatas, acrósticos, flores y numerosos billetes o esquelas amorosas. Pero ella se reservaba para destinos más ambiciosos.

Un tiempo después, para sorpresa de algunos de sus conocidos, Dolores Rondón contrajo matrimonio con un oficial español perteneciente a alguno de los regimientos que venían a guarnecer la ciudad. Como estos regimientos no se establecían definitivamente en la ciudad, no mucho tiempo después el matrimonio salió de ella, con otro destino: quizá Santiago de Cuba, Trinidad, La Habana, quizá hacia la Península.

Pasaron años, lustros, décadas y el barbero Moya no volvió a tener noticias de la esquiva mestiza, a la que quizá fue olvidando, mientras dividía su tiempo entre el mantenimiento de su pequeño negocio, las aficiones literarias y las obligaciones que su oficio le imponía en los hospitales de la ciudad.

En tiempos de epidemia Moya tenía mucho que hacer en los dos hospitales civiles de Puerto Príncipe: el de San Juan de Dios para los hombres y el de Nuestra Señora del Carmen para las mujeres. Precisamente en ese año, las viruelas diezmaban el pueblo y Moya hacía lo que podía en el Hospital de Mujeres donde se hacinaban aquellas de escasos recursos que no podían permitirse ser atendidas en su domicilio por un médico privado.

Allí, mientras atendía a una enferma en estado crítico, creyó reconocer aquel rostro desfigurado por las pústulas y aquellos miembros que ya la muerte signaba. Ante él estaba Dolores Rondón, pobre, enferma, abandonada a la caridad pública. Según la leyenda, ella en su estado de gravedad no pudo reconocerle o él, por piedad, no se dio a conocer. Moya intentó ayudarla en lo posible, pero no había tiempo ni recursos.

Según se dice abandonó el Hospital con el corazón roto y regresó al día siguiente muy temprano, provisto de lo elemental para intentar ayudarla, pero era tarde, durante la noche, la legendaria Dolores había fallecido y ni siquiera era posible reclamar su cuerpo, muy al amanecer había partido la carreta con su ominosa carga hacia el Cementerio General, su destino, como el de tantas, era la fosa común.

Al parecer, la Rondón había enviudado y posiblemente su esposo no tenía otros recursos que su cargo o una vida de dispendio había acabado con la modesta hacienda familiar. Sola, sin ahorros, regresó a Puerto Príncipe donde había llevado una vida anónima que concluía así, en medio de una epidemia y socorrida por aquel que en otro tiempo había despreciado.

Quiso pues el barbero poner un aleccionador epitafio sobre la fosa donde yacía la que en otro tiempo fue su amada y colocó una tabla que él mismo restauraba cada año, mientras la salud y la vida se lo permitieron. Luego, el texto ya era conocido por todos y aunque la propia fosa común desapareció, en una de las parcelaciones del abarrotado camposanto, ya muchos poseían la trascripción o lo sabían de memoria.

En 1935, por iniciativa del alcalde de facto Pedro García Agrenot, se construyó un túmulo en el que está grabado el epitafio. De manera arbitraria, lo emplazaron no cerca del sitio donde debió estar originalmente, sino delante del panteón de la familia Agramonte y muy cerca de la bóveda de los marqueses de Santa Ana y Santa María, tal vez para darle más relieve dentro del entramado de la necrópolis. Otra ironía del destino: después de morir en la indigencia y ser enterrada en fosa común, el epitafio de Dolores Rondón iba a ubicarse en la zona más aristocrática del cementerio, entre las familias que ella hubiera querido frecuentar en vida. Mientras tanto, sus restos parecen definitivamente perdidos, como corresponde a un personaje de leyenda.

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