Leyenda del Santo Sepulcro

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Para los vecinos de Puerto Príncipe, allá por el 1740, don Manuel Agüero y Ortega era un ejemplo de ciudadano. Había nacido en 1713. Fruto de su unión con doña Catalina Bringas y de Varona nació José Manuel Agüero Bringas en 1737.  Sin embargo, Doña Catalina falleció en 1746. Poco tiempo después, cuando sus hijos aún no habían llegado a la adultez, don Manuel decidió ingresar en la carrera eclesiástica, aunque continuara encargado de la educación de los niños.

Recibió los sagrados órdenes alrededor de 1749 siendo calificado por el Obispo, como “un sacerdote ejemplar”.

Afirma la leyenda que el joven José Manuel creció junto a un hermano adoptivo, hijo de una viuda a quien su padre favorecía. De este, al que la tradición da el apellido Moya, nada ha podido averiguarse.

José Manuel y su hermano adoptivo estudiaban juntos en la Habana, cuando vino una mujer a deshacer su confraternidad. El amor de ambos por ella, trajo enseguida celos mutuos. Moya, menos favorecido por el apellido y la fortuna, se llenó de resentimiento hacia el rico heredero y en una pelea dio muerte a José Manuel.

El asesino sintió remordimientos y huyó a Puerto Príncipe, donde contó a su madre lo sucedido. Decidió ella ir de inmediato a ver al sacerdote, y le contó lo sucedido. Nadie sabe lo que pasó por su mente cuando supo aquellos hechos, pero de inmediato entregó a la viuda dinero  y un caballo con la orden de que Moya debía desaparecer de inmediato donde jamás fuera encontrado por sus otros hijos. Dicho y hecho, el joven se marchó a México y nunca se volvió a saber de él.

Por este motivo don Manuel entró poco después como fraile en el Convento de La Merced, con el nombre de Manuel de la Virgen, por lo que a sus descendientes se les dio el nombre popular de “Nietos de la Virgen”.

La antigua y rústica iglesia dedicada a Nuestra Señora de La Merced se sustituye por otra de tres naves, de ladrillo y bóvedas, que resultaba, sin lugar a dudas, la construcción más impresionante de la ciudad y uno de los templos más notables de la Isla. Pero tal esfuerzo había gastado los fondos por lo que la decoración del edificio era aún muy pobre.

Remedió el nuevo fraile en gran medida estas carencias destinando a la institución la parte de la herencia del hijo asesinado,  llevando de su casa al convento grandes sacos repletos de pesos de plata mexicana que fueron destinados en su mayor parte al embellecimiento de aquella sagrada Casa.

Fray Manuel solicitó la presencia de un reputado artífice platero Mejicano, nombrado Juan Benítez Alfonso, al que expuso sus deseos de construir un enorme sepulcro, todo de plata, poniendo a su disposición todos aquellos sacos que contenían los discos de plata mejicana, los que según algunos historiadores ascendían a más de 25,000 pesos, para de esta manera perpetuar por una eternidad la memoria de su hijo asesinado por su hermano.

Desde 1762 cada Viernes Santo, en la procesión del Santo Entierro, la impresionante belleza del Sepulcro llena de recogimiento los corazones. Su majestuosidad, acentuada por el tintineo de sus innumerables campanillas, aviva el siniestro recuerdo de un legendario crimen, al que se le confirió la virtud de llevar a un padre desgraciado a un grado extraordinario de santidad.

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