Leyenda del Rapto de las principeñas

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La historia de Puerto Príncipe aparece ligada desde sus orígenes a los piratas. Poco después de fundarse la Villa en 1514  los continuos arribos de barcos que llegaban bajo banderas de Francia, Inglaterra u Holanda, o simplemente por voluntad propia, eran más difíciles de controlar que cualquier plaga endémica.

El 29 de marzo de 1668 irrumpió el británico Henry Morgan con sus hombres en la Villa. Luego que los filibusteros abusaron del pueblo, encerraron a todos sus habitantes en dos iglesias, y distribuyéndose por las casas y contornos no hubo cosa de valor que se salvara a su rapacidad. Finalmente incendió el barrio de Santa Ana y se marchó el primero de abril de 1668, llevándose por botín principal quinientas vacas.

Once años después, en 1679, fue el filibustero francés Granmont, quien desembarcó por la Guanaja con unos seiscientos hombres, los que lograron llegar hasta las cercanías de la cabecera del territorio, a un lugar llamado La Matanza. En aquel sitio fueron descubiertos por un sacerdote, Francisco Garcerán, quien regresaba de un paseo por una hacienda vecina. Rápidamente se dirigió a la ciudad, gritando: “Ingleses en La Matanza”.

A pesar de haber fracasado el golpe sorpresivo, entraron los invasores en el pueblo y se establecieron, unos, en la Iglesia Mayor, otros, en una casa vecina. Dispusieron partidas de fusileros y lograron aprehender algunos de los vecinos que huían, incluidas catorce mujeres entre las que se encontraban la esposa del alcalde ordinario don José Agüero y dos hermanas de don Francisco de Guevara y Zayas, prestigioso cura que había sido hasta el año anterior una especie de delegado del Arzobispo de Cuba y cura propio de la Parroquial Mayor.

Los filibusteros comenzaron a temer ser víctimas de una emboscada, sobre todo cuando descubrieron que esa población tenía mucho mayor número de habitantes de lo que habían creído. Quisieron entonces negociar su salida de allí: estaban dispuestos a entregar a los rehenes e inclusive el botín, si se podían marchar con sus armas sin ser molestados.

El alcalde, tal vez confiado en la capacidad de resistencia de los hombres a su mando, les respondió que aunque se llevasen a todas las mujeres, incluyendo la de él, no cederían ni un punto del valor de la nación española.  Desde luego, ni los filibusteros ni el Alcalde consultaron el parecer de las mujeres.

Nada caballerosos, por su parte, los franceses decidieron retirarse sin insistir y pusieron a las rehenes como escudo, se internaron así en la Sierra de Cubitas para procurar regresar a la Guanaja. Los principeños, por su parte, tampoco se cuidaron del peligro que corrían sus esposas, hijas y hermanas, y acometieron a los raptores en esa zona, donde en un combate sumamente violento lograron hacerles muchas bajas a los galos,  pero estos, aprovechando la superioridad de su fusilería, lograron llegar al embarcadero y llevarse las mujeres a bordo.

La actitud de los vecinos pasó entonces de la gallardía a la desesperación y se dedicaron a juntar el crecido botín que exigían los captores para devolver sus presas, por lo que llegaron hasta a mendigar en lugares vecinos para poder reunir la suma. Se dice que el cura Guevara tuvo que empeñar las lámparas de la parroquia para rescatar a sus dos hermanas. Más de treinta días tomaron estas gestiones, hasta que pudieron acumular una cantidad satisfactoria y entonces los franceses pusieron en tierra a las prisioneras colmadas de obsequios y muy agradecidas del sumo respeto con que las trataron, y se marcharon.

Después de esto no se habló nunca de lo ocurrido en aquel barco. Las mujeres tuvieron buen cuidado en callarlo y los hombres prefirieron pensar que, aunque herejes y piratas, ingleses y franceses podían comportarse como caballeros. De todos modos, el asunto fue silenciándose poco a poco.

 

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